Llegada

Calculo que serían más de las 3 de la tarde, puesto que ya habíamos almorzado.

Como es común en esa zona, el tiempo había comenzado a cambiar. Desde el Nor-Weste se acercaban rápidamente nubes de tormenta, aunque entre ellas aun podía verse el cielo azul.

Ahora todo el paisaje cambiaba de colores, tornando a un café grisáceo. Un viento que cada vez se hacía más intenso nos azotaba por la proa y grandes y espaciados goterones chocaban con fuerza contra el parabrisas.

Navegábamos por un canal relativamente ancho, sin embargo íbamos casi pegados a la costa de estribor. Alberto me explicó que eso se debía a que estábamos en marea baja y que por lo tanto el canal ahora tenía muy poca profundidad al centro, no así por la franja por donde pilotábamos.

De repente viramos bruscamente a babor y quedamos al centro del canal. Desde allí se podía ver como a 5 millas de distancia, una isla. Destacaba sobre el resto del paisaje por su altura, que era superior al resto. Hacia allá enfilamos.

A medida que nos acercábamos noté, con preocupación, como asomaban al frente de nosotros varios islotes rocosos, de no más de un metro de altura, que antes y de mas lejos yo no había notado. Miré a Alberto, pero este estaba muy ocupado operando un equipo situado a la izquierda y sobre su cabeza.

El equipo tenía una pantalla similar a la de un televisor de 12 pulgada, donde podía verse el esquema de una carretera terrestre. Alberto manipuló algunos controles, la imagen cambió. Aparecieron cifras y signos, las que cambiaron varias veces y apareció la palabra “home”. Finalmente la pantalla se apagó, para prenderse 2 o 3 segundos después, mostrando ahora una curva en la carretera, con la típica barrera de seguridad.

¡Listo! – dijo Alberto, e inmediatamente noté que la embarcación aceleraba bruscamente.

Esto era todo lo contrario de lo que yo había esperado, ya que filudas rocas, apenas sobresalientes, aparecían cada 40 o 50 metros.

El Mytilus II navegaba cada vez a mayor velocidad, sorteando requerios y sin nadie al timón.

Parece que Alberto notó mi cara de preocupación, puesto que riendo me dijo:

-No te preocupes, todo está controlado.

Ahora el Mytilus II arriesgadamente iba sorteando los escollos, y vi con inquietud como se acercaba de frente a la alta y rocosa costa de la isla. Cuando ya el desastre parecía inevitable y a menos de 20 metros de la pared de roca, viró en 90º, pasando a menos de un metro de un peñón apenas sobresaliente. Allí nos encontramos a la entrada de un fiordo de no más de 20 metros de ancho que se adentraba en la isla.

Las tuninas, que hasta ahora nos habían seguido fielmente se detuvieron a la entrada.

El canal era tan angosto, que en su parte superior, como a 15 o más metros de altura, a veces la vegetación de ambos lados se juntaba, formando una especie de techo natural.

El motor marchaba a mínima revoluciones, sin embargo nos movíamos con bastante rapidez. Seguimos así por unos 300 metros, disminuyendo velocidad, hasta que al fondo se vio, bajo el techo de arbustos, una especie de embarcadero de concreto, de no más de 10 por 10 metros, que cerraba el fiordo.

Allí y con el motor en ralentí se detuvo mansamente el Mytilus II.

Por una precaria escalera de fierro oxidado, trepamos al embarcadero, que quedaba a más de dos metros sobre nuestras cabezas. Ahora se escuchaban fuertes truenos y caía granizo.

La superficie del embarcadero era plana, de concreto y sin barandas. Solo al fondo y pegada al cerro se veía una vieja caseta despintada y de no más de cinco metros de frente, con una puerta grande y de madera. Tras la caseta y conectada a ella, la pared del acantilado, de más de 15 metros de altura.

Todo el lugar se notaba abandonado, o por lo menos así lo parecía. Grandes helechos y hojas de nalca crecían adheridas a la construcción.

Alberto metió una llave en el oxidado candado y abrió la puerta. Adentro estaba frío y húmedo, no había más luz que la que se colaba por las rendijas del techo o las paredes.

Al fondo se veían tres grandes estantes metálicos despintados y semi oxidados. Dos de ellos carecían de puerta y el otro la tenía colgando.

Nos dirigimos al que estaba al medio. Alberto algo hizo, que provocó que se abriera el fondo del mueble, el que daba al cerro. Allí había una habitación más oscura aun, a la que entramos, no sin antes cerrar muy bien la puerta de comunicación.

Después de no más de 20 segundos, el lugar comenzó a iluminarse y allí vi que Ariel manipulaba un control remoto que tenía en sus manos. No era algo que pareciera un control remoto, era un control remoto, marca Sony y bastante usado. La temperatura en esta pieza era mucho más agradable que en la anterior.

Estábamos ya dentro del cerro y no se veía puerta alguna, sin embargo al poco rato una gran roca que formaba parte de la pared, comenzó a retroceder dejando un espacio como de dos metros a cada lado. Por allí entramos.

Yo, no me atrevía a abrir la boca. Era demasiado para un solo día.

Esta nueva habitación ya tenía muebles y un computador y en ella se encontraban tres personas. Uno era Gabriel, el otro Helga y un tercero a quien yo no conocía. Todos vestían buzos blancos y los dos últimos antes de saludarme a mi, abrazaron efusivamente a Sigfried. Hablaban emocionadamente en alemán , y vi como a Sigfried se le caían las lagrimas.

De allí, después de saludos abrazos y bienvenidas, se nos guió a Sigfried y a mi, hacia un pasillo curvo en diferentes sentidos, lo que terminó por desorientarme absolutamente.

Llegamos a una especie de vestidor bastante amplio, donde dos varones nos pidieron que nos sacáramos toda la ropa, en pequeños cubículos individuales. Todo era blanco, con excepción de algunas fornituras de aluminio. Se nos había entregado a cada uno una caja, también de aluminio, donde deberíamos dejar nuestra ropa y objetos personales. Recuerdo que yo pretendí conservar el reloj, que era un Seiko muy completo que había comprado hacía poco y del cual estaba muy orgulloso.

-No, compadre.- me dijo uno de los encargados sonriendo.

-Es que tengo que tomar una medicina cada cierto tiempo-le mentí.

-No se preocupe, aquí tendrá de todo, incluso otro reloj mejor que ese – dijo bromeando.

Vi que el problema no era solamente mío, ya que el otro encargado tenía serias dificultades tratando de que Sigfried le entregara una argolla de matrimonio.

De allí me llevaron a una especie de shower door de unos 2 por 2 metros de cerámica blanca con una puerta hermética de vidrio esmerilado. Se me explicó el procedimiento y comenzamos.

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